Hay algunas cosas que recuerdo con bastante claridad de los
dibujos animados o los tebeos que me gustaban cuando era niña. Una de ellas es
la comida. La recuerdo colorida, copiosa, jugosa y muy, muy apetecible. Siempre
que terminaba de leer un cómic de Ásterix moría de hambre: jabalíes salvajes a
las brasas, acompañados de patatas y verduras silvestres. A veces tengo sueños con las patas de brontosaurio que los Picapiedra devoraban en un santiamén. ¿Y qué me dicen de
los bollos suaves que Heidi llevaba a la abuelita de Pedro siempre que volvía
de Frankfurt? Grandes rodajas de pan, listas para chopear en inmensas tazas de
leche de cabra recién ordeñada o para gratinar con el rico queso que el
abuelito preparaba. Quizás el abuelo no era muy bueno para hacer
amigos, ¡ah pero cómo sabía hacer quesos el condenado!
Curioso, no recuerdo mucho de la comida
con la que se alimentaban los Supersónicos; seguramente lo harían con algún
cubito milimétrico que representaba una comida completa. Aburrido. William Hanna y Joseph Barbera se habrían desilusionado bastante al descubrir que en el año
2013 la comida con la que nos alimentamos no solo no se parece en nada a los
mini cubitos “todo en uno”, sino que tiene mucho más que ver con lo que comían
los Picapiedra o Heidi en las montañas casi deshabitadas de Suiza de mediados
del siglo XIX.
Sí, por suerte para nosotros, y nuestros paladares,
actualmente la cocina ha dado un giro hacia atrás. Claro, los hay algunos que
siguen experimentando con moléculas y nuevas técnicas y todas esas cosas fuera
del alcance de los bolsillos de la gente de a pie. El resto de los
“vanguardistas” han puesto el ojo en el producto, en el producto tal como se hacía
antes. Lo han puesto en esos trozos de pan fresco, suavecito, que incluso la
abuelita de Pedro, que no tenía dientes, podría morder. Se han volcado los
esfuerzos hacia esos jabalíes o cerdos salvajes que se pasean por la dehesa
buscando bellotas y agua, sin que nadie los guíe. Y también, por suerte para
nosotros, están preparando codillo de cerdo ibérico al horno, en el que, sin
problemas, Hanna Barbera podría basarse para dibujar las patas de brontosaurio.
A los pueblecillos, las ciudades pequeñas y los parajes casi
deshabitados, la cocina molecular nunca llegó. Por lo tanto, no les ha costado
demasiado trabajo a los cocineros encontrar el santo grial. Siempre había
estado ahí, frente a sus narices. Lo único que tenían que dejar que sucediera
es dejarlo hablar, solito, sin salsas ni virguerías. Porque no hay mejor forma
de probar un queso de las cuevas de los Picos de Europa, creado por un abuelito
igual de cascarrabias que el de Heidi, que solo. Si acaso, bañado con algún
vino artesanal de la región y acompañado de un pan de pueblo, de corteza
robusta y sabor a montaña. No hay mejor forma de probar los guisantes, que
recién desenvainados, salteados en el sartén con morcilla de la buena. ¡Qué
guisantes! Por eso a los niños no les gustan los guisantes, porque nunca los
han probado así. Yo, de niña, antes me habría comido un jabalí entero que un pinchurriento chicharito.
Quesos, cerdo, chuletón de buey, vinos, orujos, pulpo, vaca gorda y vieja, tomates frescos,
jabalí, codillo, pimientos, bacalao y tantas otras delicias, como nunca las habíamos probado: al natural. A menos, claro,
que hayamos tenido la suerte de tener una tía abuela que viviera a orillas del
Río Navia, en una cabañita con la chimenea encendida casi todo el año. Como la
mayoría no tuvimos esa suerte, hoy en día estamos probando lo mejor del
presente y el pasado de la cocina: el producto. Por mí, los cubitos de todo
incluido pueden esperar muchos siglos más. ¡Por tutatis!